San Miguel, torero
El veintinueve de septiembre nos saca una leve sonrisa a la afición taurina. Al fin llega la fecha en la que, cual más arraigada tradición, nos quitamos el gusanillo del incesante afán que minuciosamente nos florece: anhelamos volver a escuchar los clarines de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, sentados en sus curtidos escaños y disfrutando de la más deliciosa cultura. Un preámbulo del torero abril, digámoslo así, en el cual se acartela una exquisita terna que a nadie deja indiferente.
Hoy los tres Arcángeles se lían el capote de paseo para brindarnos la ardua lucha contra la pandemia que actualmente atenaza a buena parte del planeta. San Miguel, inconfundible director de lidia, nos recuerda que la Esperanza aguarda impaciente a la otra orilla de la Puerta del Príncipe, para congratular a cualquier posible espada que consiga atravesarla. Le sigue San Gabriel, que al igual que la Fe que nos transmite, espera vendado la salida de su astado, descobijándose posteriormente de su acogedor burladero, con el más confortador percal en mano. Y tomando alternativa completa San Rafael, rebosando la Caridad que sobre él ha derramado, con su moribunda mano, el Cristo más torero de la ciudad hispalense, mientras su madre, fiel a su maternal instinto, retocaba los últimos detalles en los alamares y caireles de su inmaculado blanco y oro.
La festividad de San Miguel nos recuerda a aquella ilusión, desprendida y repentinamente arrebatada, que habíamos puesto inocentemente sobre los emocionantes carteles que salieron impresos con el brillante sello de Pagés. Y que así perduren para la próxima feria de finales del mes noveno. Al menos que no destronen al actual poseedor de las llaves del coso baratillero. Le dio mucho a Sevilla -nada menos que su propio estilo, clásico, puro y con buen gusto-, y ahora toca la inversa.
También se lamenta el orbe taurino cordobés del mágico, casi imposible, deleite perdido, al caerse de nuestro momento de gloria fechado para el próximo doce de octubre aquel que en un pretérito no muy lejano, dicen que cortó dos pares de orejas a un lote de morlacos de Jandilla en una de las plazas más exigentes del mundo. Con una espléndida bandera grana y oro, y de fondo al Rey de los Toreros, se ataviaba uno de los carteles más atractivos de la breve temporada, si no el que más. Es más, lo sigue siendo, mas hay que comprender que sin Pablo Aguado no hay remate ni cartel galáctico que valga.
Y con esto, concluyo este humilde homenaje a tan señalado día en el calendario taurino. Feliz día de San Miguel, torero. Y lo más esencial: cuídense… que tarde o temprano volveremos.
Romero Salas