Antonio Ordoñez tomaba la alternativa.

Artículo de Santi Ortiz

El próximo lunes, 28 de junio, se cumplirán 70 años del doctorado en Madrid de uno de los pilares más insignes del clasicismo en el toreo: Antonio Ordóñez Araujo. Rondeño como su padre Cayetano –el celebrado Niño de la Palma–, Antonio fue el tercero de los vástagos del tronco dinástico, cuya savia torera dejó legado de distinta fortuna en sus cinco hijos varones: su homónimo, Cayetano, natural de Dos Hermanas; Juan, nacido en Sevilla; nuestro protagonista Antonio, venido al mundo a seis kilómetros de la ciudad de Pedro Romero, en ‘El Recreo de San Cayetano’, la finca paterna; Pepe, que abre sus ojos en Madrid, y Alfonso, que, tras la única niña, Ana, guarda, como ella, en sus primeros ecos el repique lleno de historia, duende y torería de la torre de La Giralda.

Dentro del insólito auge novilleril que capitalizan la pareja Aparicio-Litri, irrumpe Antonio Ordóñez en 1949, para subirse al tercer puesto del podio del toreo tras sumar 64 novilladas, de las cuales 38 compartirá cartel con el novillero onubense, aunque sólo 9 con la pareja. Y es prueba del “peligro” que Camará ve en Ordóñez, el hecho de que en 1950, cuando el mentor cordobés consigue el apoderamiento de Litri –que en 1949 había sido dirigido por don Emilio Fernández– para unirlo al anterior de Aparicio y hacerse con las riendas del toreo, Antonio es excluido de cualquier cartel con el dúo de fenómenos, pese a vestirse de luces 44 tardes en la temporada; cifra inferior a la del año anterior, pero si cabe más meritoria por haberse conseguido al margen –por no decir en contra– de las novilladas acaparadas por la pareja más taquillera.

Tres orejas cifran el rotundo triunfo de Antonio en la primera novillada de aquel San Isidro de 1951 –su quinto paseíllo en Las Ventas–, tarde en la que abre su libro taurómaco por la página que une sabiduría y empaque, para cuajar de manera incontestable a su segundo novillo, de Felipe Bartolomé, y avivar sus deseos de ingresar con urgencia en el escalafón superior en contra de la opinión de su entonces apoderado Marcial Lalanda, que, a raíz de este desencuentro dejaría de serlo. Por esas fechas, quedó sellada la de su alternativa, a la que acudiría ya de la mano del padre de los Dominguín. La terna propuesta debió saberle a Ordóñez a reivindicación lograda, pues, como padrino y testigo de la ceremonia figuraban, respectivamente, Aparicio y Litri, la pareja con quien no se veía las caras desde el 7 de octubre de 1949, en Valencia. Los toros elegidos para la efeméride eran de la Viuda de Galache y el festejo se organiza a beneficio del Montepío de la Policía. Tanto Litri como Aparicio, con tan sólo meses en el escalafón superior, han confirmado alternativa en el San Isidro inmediatamente anterior, actuación que, por su parte, el de Huelva ratifica en apoteosis en la corrida de Beneficencia, donde se entretiene en cortar cuatro orejas de su lote de alipios para llenar los tendidos de asombro, admiración, locura y pasmo. Es, para muchos, la mejor tarde hasta entonces de su apasionante vida torera.

Con la estela que deja el “suceso Litri”, la buena acogida que en su tierra tiene el torero de Madrid, Julio Aparicio, y el interés añadido de ver doctorarse al protagonista del portentoso triunfo isidril, Antonio Ordóñez, Las Ventas registra un lleno absoluto. Así luce la plaza, cuando Aparicio –que oficia por primera vez en su vida como padrino de ceremonia– cede los trastos al neófito para que –celeste y oro– se las entienda con el negro “Bravío”, numerado con el 93 y que a su arrastre arrojaría un peso en canal de 288 kg. Ni su aplomada condición ni la del mansote y parado “Estornino”, propiciaron el lucimiento de Antonio, aunque hay que consignar su meritoria faena al sexto, pues tiró del remiso toro con maestría y ahínco a cambio de aguantar alguna que otra tarascada. Lástima que el fallo a espadas depreciara el resultado de su actuación.

Incuestionablemente, la tarde fue de Litri. De nuevo, el hecho, el suceso, el fenómeno provocado por Miguel Báez, convierte Las Ventas en el estallido de un polvorín. Se le podrá discutir el estilo de su toreo, pero su extraordinario valor y enigmática personalidad, su capacidad para hacer presente el riesgo hasta resolver con éxito el desenlace del drama, eso no lo negará nadie. Esta vez, su “litrazo” fue rubricado con corte de tres orejas –tres cohetes explotan su júbilo en el cielo de Huelva– y eso porque, en el último, no le encontró pronto la muerte. Sin embargo, con “Galdito”, el patasblancas” tercero, con el que llegó a desplantarse sentándose en el suelo como recoge la foto, la escandalera fue de órdago a la grande, preludio de su tercera salida consecutiva a hombros del entusiasmo por la Puerta de Madrid.

Recién aterrizado en el escalafón superior, Antonio Ordóñez está en la etapa de buscarse a sí mismo. La calidad no debe medirse en estadísticas, pero dejemos como apunte que en su segunda corrida –8 de julio, en Barcelona– obtiene su primera oreja como matador de toros de un burel de don Felipe de Pablo Romero y es en su cuarto paseíllo con galón de alternativa cuando, en Santander, registra su primera salida en hombros tras cortarle las orejas y el rabo a un berrendo también de Pablo Romero. Me resulta curiosa la sintonía del torero con esta ganadería, pues en la madurez de su carrera, cuando reapareció en 1965, acaparó todos los premios de la feria de San Isidro, tras la faena de dos orejas realizada al toro “Comilón”, de Pablo Romero, en su única comparecencia isidril. Volviendo a la campaña de su alternativa, poco a poco, su clase se fue abriendo paso hasta acabar la temporada con 40 corridas toreadas; de ellas, 5 en Francia y 3 en Portugal.

Más adecuado me parece valorar a Antonio por su contenido y no por resultados. Cuando el toreo andaba a pies juntos, él abre el compás, adelanta la pierna, carga la suerte y despliega ampuloso, solemne, mayestático, el clásico y curvo compás de su grandeza. Nadie como él para convertir la lidia en armonía, para transmutar en belleza aquello que le embarga el sentimiento. Muchos sostienen que lo más difícil del toreo es pensar delante de los toros. No soy de esa opinión. Yo creo que lo más difícil del toreo es sentir delante de los toros. Pensar, a no ser que sea alguien totalmente negado para la profesión, todo torero piensa. No le queda otro remedio ante las incógnitas que el toro le plantea –otra cosa muy distinta es que sea capaz de llevar a la práctica lo que su mente dicta–, pero sentir, lo que se dice sentir el fuego del toreo en las entrañas; ese toreo que viene de las raíces de la historia y del tiempo; que erupciona en el alma para volverse lava creadora que va de dentro afuera hasta quemar las yemas de los dedos; ese milagro capaz de volver el riesgo, amor; el miedo, amor; la fantasía en amor…; ese sentir se sitúa en una dimensión más elevada, más inalcanzable, más maravillosa, que todos los silogismos y razonamientos.

El toreo de Antonio Ordóñez era así: hijo natural del sentimiento. Le salía de las entrañas de la tierra. El Ordóñez cabal, mágico, hechizante, jamás expresó un toreo que le entrara por la cabeza. No era un lógico que especulara acciones, también cayó en estas cosas, pero ese era otro Ordóñez, no aquella simbiosis de torero soberbio y soberbio torero con la que se erigía en semidiós de las arenas.

A los aficionados que, por edad, no alcanzaron a verlo torear, les haría la siguiente advertencia: no se fíen mucho de los vídeos que circulan sobre su figura. No le hacen justicia. Ocurre con ellos, como con las escasas grabaciones que dejó Manuel Torre: empequeñecen y desvirtúan su dimensión de cantaor. Tampoco los de Ordóñez dan la talla del grandioso torero que fue. Sí, hay en ellos cositas, detalles, pasajes, que dejan entrever su categoría, pero no alcanzan a plasmar en modo alguno la oceánica magnificencia de su tauromaquia.

Cadencia, elegancia, profundidad, empaque, ese pecho combado en desafío, su aristocrático sentido de la hondura y ese misterio del compás habitando su alma y sus muñecas para “mecer” el toreo con dulzura de ensueño, lo convierten en una figura irrepetible. En el Ordóñez inspirado, todo es fastuoso, suntuoso, solemne. Antonio ha conseguido hacer del toreo un himno colosal, lleno de majestad y de grandeza, donde el temple se mira en el espejo de la elegancia; pero de una elegancia maciza, categórica, en la que la pureza y el valor resplandecen. Porque a Ordóñez le han pegado los toros. Porque Ordóñez ha pagado generosamente con moneda de sangre su altivo desafío, su casta de torero, su hombría de figura.

Retornando a la fecha que conmemoramos, y puesto que en ella no rodaron las cosas como se esperaba, una atmósfera de preocupación envolvió el entorno de su flamante apoderado. ¿Se habrían precipitado, como pensaba Marcial, al darle tan pronto la alternativa?… No tardaría un año, Antonio, en disipar todas estas dudas abriendo la Puerta del Príncipe y encumbrándose como cima del arte en la siguiente feria abrileña. Y unas semanas después, acabaría de ahuyentarlas para siempre con su segunda actuación venteña –15 de mayo de 1952–, al cortarle las dos orejas a “Airoso”, número 45, negro salpicado, con 312 kilos en canal y el hierro de Antonio Pérez, tras un faenón que hizo olvidar a público y presidente que necesitara de tres golpes de verduguillo para acabar con la res. Pero éstas, como diría Rudyard Kipling, son ya otras historias.