Por Santi Ortiz
SEVILLA
Que un muchacho de veinte años logre, en un tiempo récord, conquistar, seducir, hechizar, atraer, cautivar y hacer suyo el corazón de una ciudad; que se rinda ésta totalmente a sus dotes, que se le entregue apasionadamente, que lo idolatre y se enamore de él hasta rayar la locura; que haga de su figura un paradigma, un modelo a seguir, un espejo donde reflejarse, parece más propio de fábulas y cuentos que de realidades históricas. Y, sin embargo, tal fue lo que ocurrió con El Espartero y Sevilla. En lo que alcanza mi conocimiento, no encuentro en toda la historia del toreo más parangón a este prodigio que la conmoción producida en la Ciudad Condal por la irrupción de Chamaco en Barcelona.
Presentemos primero una síntesis del caso sevillano para apreciar con mayor nitidez su dimensión. El Espartero debuta de novillero en La Maestranza, siendo un perfecto desconocido para el gran público, el 12 de julio de 1885, y mes y medio después –31 de agosto– había toreado en dicha plaza ¡ocho! novilladas –que pudieron ser diez, de no mediar una lesión en la muñeca derecha que le hizo perder la que lo anunciaba el 27 de agosto y otra el 6 de septiembre–, dándose el caso que, en la última de las toreadas –día laborable–, no sólo se llenó la plaza de un modo inaudito y la reventa cotizó las entradas a precios exorbitantes, sino que los talleres cerraron antes de la hora acostumbrada y todas las oficinas y establecimientos industriales y mercantiles dieron por finalizada la jornada a tiempo de poder ir a los toros.
Que un torero –más aún, un novillero– tenga poder de convocatoria no ya para atestar de público la plaza, sino para alterar los usos y costumbres de una ciudad como Sevilla y paralizar su vida laboral con objeto de que los trabajadores pudieran asistir a su corrida, es algo que está al alcance de muy contados astros sean del arte que sean. El Espartero resultó ser uno de estos raros especímenes. Y sin que cupiera la más mínima duda, pues era su nombre el único reclamo que vaciaba las taquillas de papel, como pudo comprobarse en aquella novillada anunciada, a la que no pudo asistir por estar lesionado, y que por ello fue fulminantemente suspendida.
¿Qué enigma, qué misterio, se encierra en un corazón con alamares para provocar tamaño apostolado? ¿Qué tenía aquel chiquillo de ojos oscuros y de mirada triste para tocar de esa manera la fibra sensible de su pueblo, como más tarde de los pueblos de todas las Españas? Lo cierto es que la temporada sevillana iba languideciendo entre grises bostezos, cuando, de pronto, sin esperarlo nadie, El Espartero, libertad bajo el brazo y la sangre educada en los libros de texto del bravío plenilunio y del polvariego sudor de las capeas, bajó al albero y ondeó su luz incandescente para alumbrar de asombro el histórico templo y nutrirlo de un pan desconocido. Al mismo tiempo, un viento de futuro, desatado por él, golpeaba las aldabas del arte de la lidia agrietando sus viejas estructuras.
Esa manera de encender la vida, de elevar las almas al más puro entusiasmo, aunque esté sustentada en sólidas columnas de un valor nunca visto, no puede reducirse a esto. Ha de haber algo más, puede que indefinible, autárquico, extraño, llegado de un indescifrable y arcano porvenir. No es sólo con pura valentía como se logra que al cabo de tres o cuatro novilladas, la mayoría del pueblo adopte sus formas y maneras y haga de él un modelo digno de imitarse. Según cuentan sus coetáneos, a Sevilla le dio por vestir a lo Espartero, pelarse a lo Espartero, fumar a lo Espartero, comer a lo Espartero, y era el mocito de la plaza de la Alfalfa un paradigma tan a tener en cuenta, que, como narra José María del Rey, Selipe, en su obra “Espartero y Guerrita”, los placeros del mercado de abasto, para mejor vender, etiquetaban sus mercancías con rótulos que decían: “Del Espartero”. Y era mano de santo.
Aunque Manuel no siguió los cauces normales de hacerse primero banderillero para luego pasar a matador, sí que en ocasiones sueltas salió a la plaza a las órdenes de un espada. Por ejemplo, la primera vez que pisó el ruedo de Sevilla –8 de octubre de 1882– lo hizo figurando como banderillero de Cirineo, que había vuelto al escalafón de novilleros después de haber renunciado a la alternativa. De nuevo, en julio de 1884, torna a cruzar el albero maestrante para banderillear novillos del marqués de Villavelviestre, que estoquearon Marinero y Lavi. También actúa ese año como banderillero en el huelvano Trigueros, a las órdenes de Centeno, donde le dejan matar el último novillo, de don Manuel Garrido, en el que estuvo, según refleja El Toreo Sevillano, superior. A punto estuvo también, a primeros de diciembre del citado año, de cruzar el océano para torear en Montevideo acuadrillado con Centeno; pero, antes de zarpar, averiguaron que hacia aquel punto había partido ya otra cuadrilla, de diestros madrileños, ajustada por la misma empresa. Por esta circunstancia, se quedó en Sevilla esperando fortuna.
Vayamos, sin más dilación, a la novillada de su debut maestrante, aquel 12 de julio de 1885. Hubo que mover Roma con Santiago hasta conseguir las recomendaciones que le permitiesen figurar entre los matadores de aquella novillada, celebrada a beneficio de la Hermandad de la Virgen de la Esperanza. Esto le obligó a aceptar las penosas condiciones en que fue contratado, pues tenía que matar dos novillos desechos de tienta y cerrado sin percibir ni una peseta y corriendo de su bolsillo los gastos del carruaje que lo condujera a la plaza. El cartel estaba formado por dos reses de don Gregorio Zambrano, que serían rejoneadas por Manuel Cano Iglesias y José Sánchez Morillo, y estoqueadas por el banderillero Antonio García, Fatigas, y seis novillos de D. Anastasio Martín, cuya lidia y muerte corrían a cargo de Currito Avilés, Juan Manuel Campó y Manuel García, El Espartero, que estrenaba apodo, ya que, acertadamente, a la empresa no le pareció conveniente anunciarlo como Manuel García a secas.
Una vez acabada la parte ecuestre y arrastrado el segundo de los novillos, saltó a la arena “Pañero”, número 3, cárdeno y tan cornalón y corniabierto que, a decir del cronista de El Toreo, tenía la punta de un pitón en Madrid y la otra en Sevilla. Espartero –azul marino y oro– lo saludó con seis verónicas y un farol que sorprendieron gratamente al cónclave. Tomó el cárdeno nueve varas a cambio de un caballo muerto y, después del “sainete” que protagonizaron en banderillas Blanquito y Veneno, el chaval de la Alfalfa salió a su encuentro con una muletilla llamativa por chica, para empezar a sembrar la semilla del asombro pisando unos terrenos y colocándose en unas cercanías que el público no había visto nunca. La faena, muy breve, como se estilaba entonces, con buenos pases naturales y de pecho y uno con la derecha, emocionó a los tendidos, dando paso al entusiasmo cuando Manuel, entrando a matar tan en corto como no lo hiciera torero alguno, tiró al de Martín sin puntilla, después de enterrarle el estoque al encuentro. La primera cosecha de cigarros puros y de sombreros arrojados en su honor a la arena, fue recogida por El Espartero en medio de una gran ovación; circunstancia que se repetiría en el que cerró plaza, de infausto nombre a treinta y cinco años vista, pues atendía por “Bailaor”, al que tras lucida faena, mandó al desolladero de un volapié brutal. Es preciso hacer notar que esta contundencia estoqueadora que mantuvo en su breve andadura novilleril decaería una vez alcanzado el galón de alternativa. Por lo pronto, el soneto que le dedicara Paco Pica Poco en su crónica, acababa con el siguiente terceto: “Espartero esta tarde ha demostrado/ que siguiendo cual va, tendrá el consuelo/ de llegar a igualarse con Frascuelo.” De momento, ilusionó y satisfizo al público, que lo llevó en hombros hasta el coche.Ya no pararía de torear y triunfar en La Maestranza: en dicho mes de julio, el domingo siguiente, día 19, y el Día de Santiago, donde estoqueó astados de Teresa Núñez de Prado y Moreno Santamaría, respectivamente. De esta última novillada, es el siguiente comentario del crítico anterior:“Manuel García (el Espartero), natural de Sevilla, es un joven matador de novillos que promete ocupar un buen puesto entre los más reputados toreros.
“Tiene mucho corazón, maneja muy bien la muleta, no se desvía de la cara de los toros y se tira tan en corto, que es mentira que haya quien lo imite.
“Trabaja con la misma serenidad que los chicos que juegan al toro, como si éste fuera un niño a quien pudiera decirle: “Estate quieto”.
“En las tres corridas que a la presente lleva trabajadas en Sevilla ha dejado satisfechísimos a los que han tenido el gusto de verlo.
“En todos cuantos circos ha trabajado, se ha conquistado muchas palmas y ha sido contratado para otras corridas.
“Todo cuanto se diga respecto a este joven, es poco.”
Y siguió agosto: el 2, el 9, el 15, el 23 y el 31, le vieron hacer el paseíllo en Sevilla. Mató ganado de Pérez de la Concha, de Antonio Miura –dos–, del marqués de Saltillo y de los señores Benjumea. Y en las cuatro últimas colgó el “No hay billetes” todas las tardes. Como antes señalamos, perdió la prevista para el día 27, porque en la que toreó cuatro fechas antes, por satisfacer la petición del público para que banderilleara el último saltillo de la suelta –“Grullito”, de nombre–, fue enganchado al poner un par y despedido al suelo, donde al caer se lastimó la muñeca derecha. Pese a este doloroso contratiempo, a la mala condición del toro y a que por ser completamente de noche nada se veía –la electricidad no llegaría a La Maestranza hasta la segunda década del siglo XX–, hizo una faena valiente, aunque no bien rematada porque, visiblemente mermado por el percance, necesitó de siete pinchazos y tres medias estocadas para desembarazarse del tal “Grullito”. Esta lesión es la que le impidió torear el día 27 y, más tarde, tras reproducírsele durante la novillada del 31, la que se proyectaba para el día 6 de septiembre.
Si como torero tenía un corazón grande, Manuel, como persona, era hombre de gran corazón. De ahí que no le importara, en medio de sus triunfos sevillanos, desplazarse el 19 de agosto a Olivares para matar un novillo en la capea que organizaba la localidad, por celebrarse ese día a beneficio de su íntimo amigo y banderillero Manuel Garroche y estimar que con su presencia aumentaría sustancialmente la recaudación.
Parece que Manuel asumió como propio el aforismo de Gracián, según el cual “lo bueno si breve, dos veces bueno”, porque su carrera de novillero con caballos no pudo ser más meteórica y fecunda: en tan sólo dos meses, mató 31 novillos en 12 corridas –la última, el 8 de septiembre en Fuente Heridos–, para hacerse matador de toros cinco días después.
Sevilla, barroca y narcisista, enamorada como nunca antes, prendía de sus suspiros la flor de una ilusión hecha torero; un torero que la cautivaba con la humildad y la melancolía de quien, ante la muerte que en los toros late, se entrega a darse todo por entero con la serenidad y gallardía del que ha sido invitado por los dioses al inmortal banquete de los héroes.
Y saliéndosele el corazón por la boca, Sevilla espera ansiosa la llegada del próximo hito ¡ la ceremonia de la alternativa!