El Espartero en seis Hitos (V)

Por Santi Ortiz

FIGURA INDISCUTIBLE

Bajo un cielo de betún, con el azul refugiado en el dorado traje de El Espartero, dio comienzo aquel mano a mano con Mazzantini en Madrid. Marcaba el calendario el 7 de junio de 1891, el año más notable y glorioso del diestro de la Alfalfa. Estando ya en la arena el segundo –“Velonero”, negro bragado, girón, con mucha cabeza, numerado con el 8 y del hierro del presbítero don Agustín Solís; bravo y certero al herir, pues en siete varas mató cinco caballos–, dio el elíseo en jarrear y aquello fue el diluvio. ¿Qué hizo Maoliyo? Pues irse al toro con la decisión suya característica y, según el Barquero, en El Heraldo de Madrid, dar “cuatro pases y una estocada hasta el pomo, un sí es no es descolgada. (Pocas palmas, por tener todo el mundo las manos ocupadas con los paraguas)”; mientras que Aficiones, en El Imparcial, rima de su faena: “Eso es pasar de muleta/ pero no lo que hacen otros/ que van a pasar y siempre/ el que los pasa es el toro.” Valora la estocada como superior y consigna la ovación y la vuelta al ruedo que en su crónica le negó el Barquero.

Tras la muerte del tercero, hubo concilio en el palco de la presidencia entre el usía y los toreros, resuelto –tras un inútil receso de diez minutos por si escampaba– con la “fumata” blanca que daba suelta al cuarto (y último, pues, tras su lidia, se suspendió la corrida). Cuando salió éste –“Grajito”, número 20, retinto albardado, cornidelantero, fino y con romana– el ruedo estaba entre lago y estero en pleamar: hasta hubo quien creyó ver en él lenguados nadando. Con el agua por los tobillos, Espartero se descalzó de sus zapatillas y, según Paco Media Luna, en El Toreo, “pasó de muleta, como si el piso estuviera en perfecto estado]…[ y entró a matar con una valentía y arte que nunca hemos visto en este matador”, para apostillar: “Creemos que el toro cuarto de la corrida de ayer, es el mejor estoqueado por Espartero en toda su vida torera.” Por su parte, el Barquero decía: “Espartero se descalzó y con poca tela entró a matar, dejando la mejor estocada de la era presente. (Palmas, cigarros y ¡sombreros!)”. En cuanto a Aficiones, seguía rimando: “Después de varios pases,/ el espada o el buzo/ da un volapié y resurge/ del piélago profundo./ Redondo cae el toro/ y en medio del diluvio/ al Espartero aclaman/ por Churruca II.” Para continuar ya en prosa: “Llovía a cántaros… ¡y hasta los paraguas le tiraron!, sin que el agua apagara la fuerza del entusiasmo de que estaba poseído todo el público. Los héroes que resistían en barrera le arrojaron cigarros en abundancia. En los palcos se agitaban pañuelos. Hubo vivas a Sevilla.” Es posible que ésta fuera la hazaña más admirable, el triunfo más apoteósico, de El Espartero en Madrid. De lo que no hay duda, es que lo realizado esa tarde infernal por Maoliyo García dejó huella indeleble en los aficionados que tuvieron la suerte de verlo.

El Espartero, como también le ha ocurrido a Manuel Benítez, El Cordobés, fue un torero maltratado por los historiadores; de ahí que uno de los motivos de estos escritos míos sea reivindicar al torero como lo que fue: una figura indiscutible del toreo. Espero aportar argumentos convincentes sobre ello.

Las figuras son siempre una creación de multitudes, no el invento de unos pocos. Y se revelan como necesarias para lograr la comunión entre los partidarios e incluso entre los aficionados en general al aportarles una perspectiva singular: la suya. Más aún si se presentan como un enigma indescifrable para las reglas vigentes, como le ocurría a El Espartero: un torero heterodoxo, capaz de romper la cárcel de la lógica para revestir las suertes de un nuevo significado, más asequible a la intuición del pueblo que al docto conocimiento de los padres de la crítica. De esta forma, Manuel conseguía despertar sentimientos dormidos; semillas germinadas de emociones recónditas, nebulosas e indefinibles, latentes en ese tronco común del subconsciente que hace posible la comunicabilidad del arte, incluso por encima del tiempo. Torero de la noche, en formación y en concepto, encarnó a la perfección eso de que el artista cuanto más oscuro, más divino. Porque, aunque la conmoción empezara en Sevilla, paulatinamente se fue propagando por los cuatro puntos cardinales de nuestra Península hasta invadirlo todo. El Espartero calaba hondo en la masa, y esparteristas confesos y enamorados del valor, la honradez y el toreo de Maoliyo proliferaban por doquier, defendiendo a capa y espada las excelencias de su torero. Sirva de ejemplo el suceso de Tarragona: a tal extremo llegó el entusiasmo despertado en aquella plaza –19 de agosto de 1887– por su faena al toro “Provincial”, de Ripamilán, que tomó 20 varas y mató 9 caballos, que los esparteristas parroquianos del café de Paris, sito en dicha localidad, colocaron la noche de la corrida en una pared del establecimiento un gran cuadro con el retrato de El Espartero, sobre cuya montera aparecía una corona real. Hecho esto, manifestaban a toda persona que entrara en el café el deber taurino de descubrirse ante la foto del rey de los toreros, obteniendo los que accedían a ello, una salva de aplausos de la concurrencia.

No, El Espartero no fue un “invento” de Sevilla, sino una realidad que, incorporándose en un tiempo récord a la primera fila del toreo, donde figuraban Lagartijo, Frascuelo, Fernando el Gallo, Cara-ancha y otros diestros relevantes de largo aprendizaje y vida torera, conquistó España entera y Portugal. Es cierto que su heterodoxia le asignaba un papel disidente ante el toreo vigente que le acarreaba enconados detractores, pero Manuel era un torero del pueblo, que se hacía querer por su modestia, su simpatía, su inmenso valor y su peculiar forma de darse por entero ante los toros; incluso en Madrid, pese a tener, además de la prensa adversa, un bastión de feroz hostilidad; mas, ¿cómo podría explicarse de otra forma la multitud que, después de muerto, hizo cola ansiosa de ver y despedir a su torero favorito, y la que se agolpó en el trayecto que había de recorrer la comitiva desde la calle de la Gorguera –donde se instaló la capilla ardiente– a la estación de Atocha en el traslado de sus restos mortales para que iniciaran el viaje a Sevilla?

La memoria de El Espartero ha sido víctima de dos grandes prejuicios que han empequeñecido su dimensión histórica. El primero considera la competencia entre Espartero y Guerrita como fruto de un delirio irracional de los sevillanos, que se la inventaron pretendiendo enfrentar a su torero con el cordobés; diestro cuya aplastante superioridad sobre el “pobrecillo” Manolo hacía del todo imposible dicha pugna. Este planteamiento, convertido en lugar común, ha sido aceptado a pie juntillas y propagado sin asomo de duda por todos los escritores y articulistas que posteriormente se han ocupado del asunto. Sin embargo, si se hubieran molestado en investigar lo recogido por las publicaciones de la época, la cosa no les hubiese parecido tan clara.

Para situar la pugna en su contexto, comencemos diciendo que Rafael Guerra, Guerrita, tomó la alternativa dos años y dieciséis días después que El Espartero; son, por tanto, toreros de la misma generación taurina; aunque no pueden ser más opuestos en cuanto a la preparación del doctorado, pues mientras El Espartero había comenzado a brillar con luz propia, de manera súbita, tan sólo dos meses antes del mismo, Guerrita había tardado once años en alcanzar el puesto de matador de toros, desde que, con catorce añitos, se vistiera por primera vez de luces en la cuadrilla de Los Niños de Córdoba. Además, desde algunos años antes de la cesión de trastos venía acopiando fama como banderillero de toros acuadrillado con Fernando el Gallo y Lagartijo. La competencia con Manuel comienza la primera vez que torean mano a mano en Sevilla –15 de abril de 1888–, tarde favorable a El Espartero, epilogada por unos lamentables sucesos protagonizados por exaltados partidarios de los dos toreros, que llegaron a las manos y en los que la barbarie sacó a relucir las navajas. Guerrita se salvó por poco de que le dieran una puñalada, su banderillero el Bebe fue agredido en el café Suizo, teniendo que abrirse paso a silletazos. Ante tal estado de cosas, decidieron volverse a Córdoba y no permanecer en Sevilla hasta las corridas de feria, las cuales fueron favorables al espada cordobés. Espartero y Guerrita torearon juntos 34 tardes en Sevilla y unas 20 en Madrid, amén de otras muchas por diversas plazas de España. Pero ante la cuestión de si aquella competencia era inventada por los sevillanos o por los lagartijistas, después de que cortaran las relaciones el primer Califa y el Guerra, veamos lo que dice La Lidia –publicación que nunca se distinguió por su inclinación al torero de la Alfalfa– después del éxito de éste con la corrida de Palha, lidiada en Madrid por ambos espadas y Mazzantini el jueves, 2 de julio de 1891: “Ahora bien: muchos creerán que en esta situación no hay competencia posible, y precisamente la que no ha aparecido antes se ha revelado el jueves. No se necesita ser un lince para haber observado que el de Córdoba se esforzaba por alcanzar el nivel del de Sevilla, y que si no lo consiguió, debiose a las distintas condiciones de las reses, y también que el amor propio no dejaba de andar un tanto desasosegado, por no haber logrado la misma altura.

“La competencia, pues, existe. Mientras El Espartero se mantenga donde se ha colocado últimamente, Guerrita procurará rebasar aquel límite, y cuando lo haya rebasado será El Espartero el que procure a su vez avanzar aquel paso, originándose de esta porfía esa competencia, necesaria y útil, que da calor y animación al asunto…”

Como ven, había quien creía en la realidad de la competencia, y si ha pasado a la historia como una quimera ha sido sobre todo por el trágico fin del Espartero. ¿Se imaginan ustedes qué hubiera ocurrido de ser Belmonte a quien matara el toro en Talavera? Pues estoy convencido de que en vez de hablar de la Edad de Oro del toreo, lo haríamos de la competencia que se inventaron los belmontistas, pues no había pugna posible entre un torero tan completo, sobrado e inteligente como Joselito y un iluminado, un loco, un suicida, al que se sabía predestinado a caer en las astas de un toro. Además, de cien tardes que torearan juntos, Joselito quedaba mejor que Belmonte en noventa y cinco (claro que a Belmonte le bastaban las otras cinco para borrar todo lo que había hecho Joselito en el resto), ¿qué mayor prueba de la superioridad de uno sobre el otro? Era tremendo el abismo que se abría entre José y Juan para tomarse en serio cualquier vestigio de competencia. Pero quiso el destino que el que muriera en Talavera fuese Joselito y eso invalidó todos los prejuicios que se barajaban. En el caso de Espartero, su cogida mortal dio la razón a los “augures” que la vaticinaban. Sin embargo, yo creo en la pugna de Espartero y Guerrita, aunque técnicamente uno fuera muy superior y el otro a su vez lo fuera en valor. Y si esta rivalidad no llegó a más, no lo achaco a esa supuesta enorme diferencia profesional que separaba a un diestro de otro, sino que me acojo a las palabras del propio Guerrita cuando dijo: “Entre Espartero y yo no podía haber competencia, porque nos queríamos demasiado.” Y era cierto que unía a ambos una sincera amistad, cosa notable siendo el Guerra una persona de difícil trato. Sin embargo, se daba entre ellos una admiración mutua. Hay dos autógrafos de 1894 –el del Guerra fechado el 28 de enero y el de El Espartero el 16 de marzo, el cual reproducimos– que así lo atestiguan. Dice Guerrita: “El Espartero es el torero de menos facultades físicas que yo he conocido. Pero también el más valiente de los de mi época. Buen amigo y excelente compañero, resulta agradable torear con él.” En el suyo, afirma El Espartero:

“Rafael Guerra (Guerrita) es el torero más completo de todos los que he conocido desde que tomé la alternativa y en la actualidad trabajan, inteligente como el que más, no le falta valor y como compañero es siempre un peón decidido en favor de todos los que profesamos el mismo arte.” Para concluir esta cuestión, partiré una última lanza en favor de la realidad de la competencia, citando unas palabras del escritor de la época José María del Rey, Selipe, quien afirmaba: “Guerrita sin Espartero es lo que Lagartijo sin Salvador; lo que Salvador hubiera sido sin Lagartijo y Espartero sin Guerrita.”

El otro prejuicio del que hablaba fue el de considerar desde el principio que El Espartero era carne de toro; una especie de letra de cambio que ineludiblemente la muerte pasaría un día al cobro. Y así fue, pero podría no haber sido. Si la temeridad y el arrollar la razón predeterminaran la muerte en la plaza, también tendrían que haber caído en las astas de un toro Juan Belmonte, El Cordobés, Paco Ojeda, Pedrín Benjumea, Luis Freg, Juan Silveti y tantos y tantos otros. Sin embargo, o están vivos disfrutando de su bien ganado descanso, como El Cordobés y Ojeda, o fallecieron por causas totalmente ajenas a los toros. No obstante, al diestro de la Alfalfa siguieron poniéndole este sambenito hasta que se cumplió la profecía.

Que daba motivos para pensar así, no cabe duda. Ya hemos dicho que El Espartero era un disidente del toreo vigente en su época; un toreo de horario y minutero: a menos pases, más mérito; un toreo donde no debía pisarse el terreno del toro y en el que tenía validez aquel precepto de Cúchares que decía: “Pa los pavos que juyen, desarman o se cuelan no se ha jecho el arpiste”; esto es: que a los toros que carecen de condiciones para la lidia hay que matarlos sin exposición, sin adornos y valiéndose únicamente de recursos. El Espartero transgredía todos estos preceptos: le gustaba mucho torear de muleta, con lo que alargaba las faenas; invadía habitualmente unos terrenos que los demás sólo pisaban en casos extraordinarios, y a los toros cobardes, recelosos y huidos intentaba hacerles la misma faena que a los que eran claros y boyantes, cosa que en ocasiones le acarreaba éxitos clamorosos, pero en otras le abocaban al percance.

Colocándose siempre muy cerca, procurando ceñirse a los toros en vez de rehuir el embroque, El Espartero daba la imagen de tener un concepto del toreo fiado más en su bizarría que en los preceptos de la tauromaquia; mas nadie reparaba en que la suya era otra, era el alborear de un tiempo por venir. Manuel fue pionero en tratar de demostrar que la técnica del valor podía conseguir cosas imposibles para el valor de la técnica. Pero abrir caminos nuevos siempre es penoso y conlleva tropiezos y riesgos excesivos, por eso no cabe duda de que, visto desde la óptica de su tiempo, El Espartero parecía predestinado a pagar muy caras sus imprudencias toreras. Así y todo, consiguió ser el torero de la VERDAD, el torero de la EMOCIÓN y una señera figura de tronío aclamada por media España.