Mientras al sector taurino se reafirma en seguir haciendo el Don Tancredo, las agresiones taurófobas continúan alcanzándonos impunemente. Ahora es la vicepresidenta primera del Parlamento Andaluz, Esperanza Oña, encuadrada desde tiempo ha en las filas del PP, la que se ha descolgado promoviendo en la citada Cámara un grupo de presión antitaurino y anticaza, aunque para ello haya necesitado establecer acuerdos con políticos de banderías radicalmente antagónicas a la suya, como Adelante Andalucía o Izquierda Unida, y sin que le importase ni poco ni mucho situarse frontalmente en contra de la política seguida por su partido en materia taurina.
Lo curioso es que en el PP nadie ha movido ficha, nadie ha elevado la voz, nadie se ha señalado, no ya para condenar, ni siquiera para cuestionar la iniciativa. Parece como si darse de bruces con el animalismo fuera chocar contra un muro que todos quisieran eludir, incluido aquellos –como el Partido Popular– que se jactan de defender la Fiesta, cuando su tibieza al hacerlo sólo nos hace sospechar de una interesada apropiación del toreo en beneficio propio.
Mientras tanto, los inexistentes derechos de los animales –inexistentes, en tanto que no están contemplados en ningún código jurídico de país alguno y a que los sujetos a los que está dirigido son seres irresponsables de los que no cabe exigir cumplimiento de cualquier normativa– siguen ganando cotas, logrando sibilinamente que su mentira sea cada vez más aceptada por el oído de la Sociedad, que se está acostumbrando a escucharla cada vez con mayor frecuencia como algo incuestionable, ya consolidado y fuera de toda duda.
Muchas veces me he preguntado qué se esconde bajo la máscara del animalismo, de ese desquiciado “amor” por los animales que hace a sus prosélitos incurrir en la irracionalidad y hasta en la demencia de pretender otorgarles la categoría de personas. Todo puede partir del cariño que se les acaba tomando a los animales de compañía, a las mascotas; pero el problema es que el animalismo no se queda ahí –si así fuera, el toro de lidia, que puede ser todo menos una mascota, se situaría fuera de su discurso y tendrían que dejarlo en paz–, sino que lo extrapola a toda la vida animal, o al menos a la de los mamíferos, aves y peces. Seres sintientes, dicen. También lo son los mosquitos y las cucarachas, pero estoy seguro de que ningún animalista –salvo algún iluminado que deseara importar desde la India la filosofía jainista– dudaría en eliminarlos sin el mínimo reparo moral para evitar su picadura o su indeseable presencia.
El animalismo se ha convertido ya en una religión de suplencia con tintes fanáticos, fomentada por toda una industria multinacional que se engolosina con los pingües beneficios que la “defensa de los animales” le reporta en el mercado del mascotismo. Pero esto, aunque evidente, queda oculto tras el horizonte del “buenismo” con que le hacen creer al personal que son mejores personas si defienden y pelean por el bienestar animal sin matices, lo que conduce a convertir al hombre en la única especie que tiene prohibida la depredación en el ecosistema global de la biosfera. Sin embargo, basta observar a toda esa gente que llena de arrumacos y mimos a su perrito o su gatito al tiempo que muestra su rechazo, desprecio, repugnancia o prevención por el indigente que le solicita ayuda, para darnos cuenta de que todo es mentira; de que el “amor” a los animales no hace a nadie mejor persona, sino que le lleva a desviar sus afectos hacia lo que se le “vende” como víctima inocente, en detrimento de la solidaridad y empatía con quienes son sus semejantes, presentados por el animalismo como los “malos” de la película. Y con esto no queremos eludir el impacto negativo que la actividad humana ha generado en el planeta, pero tampoco podemos negar la cantidad de mejoras que la mano del hombre ha introducido en la vida de la especie y de otras muchas especies. Es curioso que al animalismo –movimiento urbanita y burgués– se le olvide meter estas conquistas en el balance de daños y beneficios, porque ni uno de sus prosélitos sobreviviría hoy si tuviera que renunciar a todo lo que el “malvado” hombre a lo largo del tiempo ha conseguido para él.
En esto, el animalismo incurre en un vicio típico del progresismo y la radicalidad: dictaminar lo que deben ser las cosas, sin previamente analizar lo que realmente son, esto es: sin estimar las condiciones ineludibles de cada realidad. Pretender suplantar lo real por lo abstractamente deseable no sólo es un síntoma de puerilidad, sino un peligroso método de desquiciar las cosas, porque no basta que algo se nos antoje deseable para que lo sea en realidad ni tampoco que siquiera sea realizable. En el caso del toreo, esta suplantación es clamorosa. Lo deseable para el animalismo es aquí que el toro no sea herido ni muerto, lo que supone la supresión de las corridas. Pero ese deseo nos lleva a algo totalmente indeseable: que el toro de lidia desaparezca como tal. Porque, les guste o no, la realidad conecta indisolublemente la existencia del toro con la de la corrida. Gracias a que el toreo sacrifica cada temporada un pequeño porcentaje de cabezas, el toro de lidia no sólo no está amenazado de extinción, sino que campa a sus anchas, como modelo de esa ganadería extensiva que tanto defiende el ecologismo, en las 500.000 hectáreas que, sólo en nuestro país, se destinan a su crianza y manejo.
Con la caza pasa algo similar. Su desaparición nos llevaría a una catástrofe ecológica al producir un tremendo desequilibrio en nuestros ecosistemas. Véase, por ejemplo, el blindaje al lobo prohibiendo su cacería. No ha de pasar mucho tiempo para que se manifiesten en toda su crudeza las consecuencias de esta insensata decisión, porque si con la ley en la mano ponemos al lobo a salvo de su único depredador en este país –el hombre–, la proliferación de manadas lobunas va a hacer inviable la ganadería extensiva –e incluso la intensiva– en un territorio cada vez mayor a medida que el lobo lo vaya colonizando. Tal vez sea esta la inconfesable pretensión del veganismo militante, pero para el ciudadano normal, esto es: el que se alimenta como omnívoro, acorde con las características biológicas y culturales de la especie humana, no deja de ser aquella una imposición dictatorial que mengua el patrimonio de su libertad, un atentado a los ganaderos y un serio revés para la economía del sector.
El animalismo no sólo es un enemigo de la fiesta de los toros, sino que supone una amenaza para nuestra civilización. Los animalistas quieren privar al hombre de su historia, colocarlo en el mundo como si no tuviese pasado, como si lo único que tuviera derecho a existir y a ser recordado es lo que ellos proponen. He aquí la verdadera dimensión de su peligro: la normalización de su discurso como el único válido posible. Todo lo que no se avenga a él es un cúmulo de errores a los que hay que borrar de la memoria. Debo reconocer que la idea de un mundo dominado por el fanatismo animalista me produce terror.
Mientras tanto, los animalistas –que son hombres como otros cualesquiera, aunque critiquen de especistas a los que no pensamos como ellos y se arroguen arbitrariamente la potestad de hablar en nombre de los animales– siguen imparables hacia la consolidación e imposición de su dictadura. En cambio, el mundo de los toros se estanca en un inmovilismo nefasto para los intereses del sector y la supervivencia de la Fiesta. El organigrama del toreo sigue siendo acéfalo y –con Fundación y sin Fundación– continúa sin acometer con la mínima valentía y firmeza, y una ineludible visión de futuro, los problemas externos que pueden acabar por matarnos.
Artículo de opinión de Santi Ortíz.