Era el momento. Cuando a El Fandi no le jaleaban ni los propios subalternos con unos garapullos aparcaos casi en la penca del rabo -por supuestísimo de los supuestos, con el toro en la Torre Pelli-, y frente a los pseudo-arrimones de Manzanares, con más meneos de pies que Farruquito en un tablao, al fin se hizo la torería sobre el albero sevillano, de verde esperanza y oro.
Esperanza, la que Juan Ortega venía sembrando entre aficionados. Y qué grande su fruto. Esperanza de la calle Pureza, quien frente a la Puerta del Príncipe y a la misma vez a sus espaldas, tenía ya el pañuelo sobre su excelsa mano diestra para pedirle la oreja a quien, con Pureza y sin prisa, ninguna, se ha «entretenío» esta tarde en reescribir el Juan Belmonte, matador de toros con un percalillo en sus yemas, las yemas de Triana, cosido a la cintura por soleás. Mientras tanto, los relojes como estatuas. Y la batuta de Tristán al viento. Privilegio auténtico. Arreando figuras.
Artículo de Romero Salas.