Miguel Hernández: Pueblo y Toro en el alma

Artículo de Santi Ortíz.

28 de marzo de 1942. Víspera del Domingo de Ramos. En Barcelona, engrudan sus calles el cartel de toros que, en tal festividad, vería a Manolete cortar a un astado de Sánchez Fabrés la primera oreja de su temporada, ante el testimonio de Juanito Belmonte, Pepe Luis y El Andaluz. Entre la cartilla de racionamiento y el estraperlo, el aficionado pagaba entonces su entrada gravada con el correspondiente emblema de Auxilio Social –30 céntimos–, lo mismo que ocurría en el resto de España, incluidos cafés, restaurantes, campos deportivos y cines, algunas de cuyas salas se preparaban ya para el estreno de “Raza”, película dirigida por José Luis Sáenz de Heredia, interpretada por Alfredo Mayo y Ana Mariscal y cuyo guionista –oculto bajo el pseudónimo de Jaime de Andrade– era el mismísimo Franco. Por esas fechas, a la venta están ya los décimos del sorteo de la Lotería Nacional a beneficio de la reconstrucción de la madrileña Ciudad Universitaria, y, mientras en el contexto de la política interior, encubiertamente se las tienen tiesas falangistas y militares, en el campo de operaciones de la Segunda Guerra Mundial, y tras sufrir Hitler su primera gran derrota, infligida por el Ejército Rojo en la batalla de Moscú, la División Azul sigue aportando su ayuda al eje nazi-fascista combatiendo contra las tropas soviéticas en las heladas tierras de Leningrado.

28 de marzo de 1942. Ochenta años ya. Miguel Hernández, hombre, poeta, comunista y taurino, fallece de tuberculosis en la enfermería de la prisión de Alicante. El reloj de la vida se paró para él a las cinco y media de la madrugada. Pero cuando un poeta de la talla de Miguel muere, nunca lo hace del todo, algo de él sigue vivo: una voz cantando más allá del silencio, una verdad que clama por encima de todas las mentiras, un corazón palpitando a pesar de la nada. Por mucho que le robaran su libertad, confinándolo hasta el pudridero entre las cuatro paredes de su celda, jamás pudieron atar el vuelo de su alma y su canción. No hay mordazas que aborten su palabra ni colmillos que mellen sus ideas. No hay hambre que doblegue su espíritu ni tinieblas que nos hurten su luz. Y aquí sigue, flotando con su aura sobre los calendarios, apoyado en sus versos inmortales; en esa poesía que le nació cuidando cabras, cortando con el hacha olmos y chopos, peleando con el hambre, con los amos, con las inclemencias del frío, de la lluvia, del ardiente calor que empapa de sudor estrofas y poemas; en esa poesía que fue su remedio y su necesidad y que, como dejó escrito, concibió como arma del pueblo: “Me he metido con toda ella (la poesía) dentro de esta tremenda España popular, de la que no sé si he salido nunca. En la guerra, la escribo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada.

“Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir.”

Entre esos valores puros populares, Miguel Hernández encuentra los del toreo. Él ya tenía relación con la Fiesta por lazos familiares, puesto que su abuelo materno, Antonio Gilabert, era el tratante de caballos que abastecía de equinos de picar a la plaza de toros de Orihuela, e incluso según algunos de sus biógrafos, el poeta participaba en capeas y aprovechaba alguna que otra luna llena para torear de furtivo en el campo. No sé qué grado de fiabilidad tendrán estas últimas afirmaciones, sin embargo, es indudable que cuando racionaliza esta afición suya para transportarla a la literatura, la fiesta de los toros toma para él un carácter especial que mitifica al torero y convierte al toro de lidia en una alegoría de la propia existencia: “Como el toro he nacido para el luto…” afirma en uno de los poemas de El rayo que no cesa.

En el espejo de Miguel, el torero muestra una imagen heroica, glorificada y honrada por la cogida; es un ser educado en el estoicismo, que busca superar las cimas de la muerte, pretendiendo aspirar al néctar de la gloria. El torero es símbolo de la luz y de la vida, el toro es el emblema de la muerte, y entrambos engendran el toreo: un amor donde la vida y la muerte se fusionan en el anillo trágico del ruedo; redondo marco de dos entregas verdaderas: las del hombre de luces y el animal de casta en un crecerse común ante el castigo.

El toro, para Miguel Hernández, es un animal mítico, un símbolo telúrico, un emblema solar, que alegoriza a la humanidad y al pueblo español, o, al menos, a aquel pueblo que él concebía en Vientos del pueblo como embargado por “yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta”. De ese pueblo que, por desgracia, hoy tan poco nos queda, aunque el torero continúe encarnando la trágica mitología del héroe y el toro siga campando y exhibiendo sus luces de bravura en el oscuro exceso de su muerte.

No es sólo la gavilla de poemas que dedica al toro y al torero, la que conecta al poeta con el tema taurino, también se hará presente en su obra teatral con la tragedia en tres actos El torero más valiente, escrita en 1934 y dedicada a José Bergamín, al que hace intervenir en ella como personaje. Ya al año siguiente, comenzará a trabajar a las órdenes de José María de Cossío en la enciclopedia taurina que editara Espasa Calpe y dirigiera Ortega y Gasset, y que hoy conocemos coloquialmente como el Cossío, donde se sabe de sus trabajos en la Biblioteca Nacional, entre ellos la copia del Tratado de torear a pie o las biografías de toreros que Cossío le encarga recoger del diccionario de Sánchez de Neira.

Con estos datos, parece indudable la taurofilia del poeta y su afición al toreo, no obstante, en la hedionda cloaca del animalismo antitaurino, hay quienes se dedican a sembrar la desinformación y la mentira, como el escribidor Juan Ignacio Codina, que tiene la indecencia de afirmar que la afición de Miguel Hernández a los toros es algo “absolutamente falso”. Claro, después de repetir machaconamente el mantra de que el toreo es franquista y de derechas, no cabe admitir que un comunista sea taurino; lo mismo que la insistencia taurófoba en tacharnos a los aficionados de psicópatas se vería contradicha si a un poeta, de una sensibilidad tan acusada como Miguel Hernández, le gustaran los toros. Por lo tanto, para no bajarse del burro, no les queda otra que negarlo. Así escribe la historia el fanatismo antitaurino, mostrando un desprecio absoluto por los hechos y tergiversándolos en fondo y forma para que se avengan con el pueril e insostenible guion de su discurso.

La constancia de la afición taurina de Miguel, se encarga el propio poeta de dejarla explícita cuando en una carta remitida a José María de Cossío, el 18 de marzo de 1936, entre otras cosas dice: “En el pueblo que me encuentro en este momento –Puertollano– hay dos o tres tabernas con nombres taurinos y una placita muy graciosa.]…[¿Cuándo marcha a Pamplona? No tengo lugar fijo y no podré recibir noticias suyas. La abraza afectuosamente su taurino (el subrayado es mío) y gran amigo. Miguel. Adiós.” Esta carta está recogida en su Correspondencia. Tomo III de sus Obras Completas, editadas por RBA y el Instituto Cervantes.

Miguel Hernández vive pueblo, llora pueblo, habla pueblo, tirita pueblo, escribe pueblo, trasmina pueblo; es voz y alma del pueblo. Miguel derrama su amor, como el toro su sangre y el torero su arte, y, a través del pueblo, de esa vida popular de la que nunca quiso salir, ama al toreo, admira al torero y al toro y se conduele de sus sufrimientos. Tiende todas sus raíces hacia el pueblo y algunas de ellas se enroscan en el sentir doliente, admirable y grandioso del toreo. Son vientos del pueblo los que lo llevan a la plaza, al anillo mágico del ruedo, donde el brillo de los trajes bordados en metales preciosos no oculta el barrunto descarnado de la parca. Todo está ahí, en potencia: la suerte y la muerte, el valor y el miedo, la nobleza y la furia, el triunfo y el fracaso. Y siempre el atrevimiento, la osadía, de mirar al destino cara a cara, y hacerlo con elegancia, con sin par galanura: he aquí la torera apostura del hombre ante la vida. La misma que el poeta exhibe en el dramático contexto que le tocó vivir:

Si me muero, que me muera

con la cabeza muy alta.

Muerto y veinte veces muerto,

la boca contra la grama,

tendré apretados los dientes

y decidida la barba.

Grandeza torera hubo en su vida y su muerte; el vehemente sosiego con que el torero pone cada corrida su vida en la balanza. Por eso, nunca fue uno de esos hombres “que en época de paz ladran y en época de cañones desaparecen del mapa.” Por el contrario, convirtió sus versos en balas y se fue a las trincheras a dispararlos junto al pueblo que siempre defendió porque siempre formó parte de él. Allí combatió bravo, como luchan los toros de casta, a desprecio de quedar acribillado por el fuego enemigo y en coherencia con el epitafio adelantado que bordara en su hombría:

Yo trato que de mí queden

una memoria de sol

y un sonido de valiente.

Miguel Hernández, hombre, poeta, comunista y taurino: pueblo y toro en el alma