Paquirri vivo, como pretexto.

Por Santi Ortiz.

Me he permitido la licencia de componer para este escrito un título paradójico añadiendo el adjetivo “vivo” al nombre del torero de Zahara de los Atunes. No se me habría ocurrido, si de José Tomás se tratara, haberlo titulado “José Tomás vivo”, porque lo está; luego “Paquirri vivo” significa “Paquirri muerto”. Y algo más, pues sugiere que sigue existiendo para nosotros y siendo objeto de reflexión y remembranza una vez que el destino lo dejara fijado e inamovible en la demarcación de la historia.

Tal día como hoy –26 de septiembre–, se cumplen treinta y seis años de la tragedia de Pozoblanco, lo que nos viene a indicar que, hasta la fecha, Francisco Rivera pasó el mismo tiempo como sujeto viviente que como acabado objeto de la historia, ya que contaba 36 años cuando la muerte –“Avispado” mediante– nos lo arrebató. Y es de la muerte –ese tema tabú hoy en nuestra sociedad–, concretamente de la forma torera de mirarle a la cara, de la que quiero hablaros utilizando este Paquirri vivo, como pretexto.

Es insoslayable tomar al diestro criado en Barbate como glorioso ejemplo en su bizarra manera de afrontar la muerte. A nadie que oyera sus palabras al cirujano que iba a intervenirle –recogidas en el inestimable vídeo del corresponsal en Córdoba de la TVE, Antonio Salmoral–, puede quedarle dudas acerca de la hombría de un torero que, con las carnes y las arterias rotas y la parca abriéndose camino en sus entrañas, exhibía aplomo suficiente para –diestro curtido a cornadas– indicarle al médico las trayectorias que había seguido el pitón de “Avispado”, animarle a rajar lo que tuviera que rajar e insuflarle coraje para llevar la operación a buen puerto.

No es nada habitual que un paciente dé indicaciones y tranquilice al galeno que lo va a intervenir. Tal vez, en este caso, Paco notara al doctor inseguro o desbordado por la magnitud de la herida; pero lo cierto fue que echó mano de esa casta que lo había distinguido en los ruedos, sacó sus credenciales de director de lidia con dieciocho años de alternativa y tomó las riendas de la situación para disipar brumas e imponer cordura y sosiego en la mente de los impresionables.

No es fácil sobreponerse a la quemazón y el dolor de la cornada, a la certeza de su gravedad y a la incertidumbre de un entorno que no ofrecía las condiciones más adecuadas –de las carencias de la enfermería se habló mucho y se acabó pasando página, quizá porque sólo hacía cinco días que se le habían transferido las competencias en materia sanitaria a la Junta de Andalucía–, pero el toreo es una escuela de vida que enseña a sus discípulos a no desviar la vista cuando vienen mal dadas. Paquirri, en esta tesitura, aplicó correctamente los frutos de tal aprendizaje y se mostró entero y firme como se espera, aun en casos extremos, de un alma criada y educada en el manual de la vergüenza torera.

Permítanme ahora cambiar de personaje, pues me es obligado hacer referencia al estado anímico del torero jalisciense Carnicerito de México –corneado mortalmente por un toro en la plaza lusitana de Vila Viciosa–, cuando, en los últimos momentos de su vida, mientras la Dama de Negro le había ya afilado los pómulos, la nariz y los labios y convertido en un blanco sudario las paredes de la habitación del hospital al que había sido trasladado con una cornada de caballo que convertía su región femoral en un sangriento manantial de angustias, le decía a la rejoneadora peruana Conchita Cintrón, su amiga y compañera de cartel de aquella aciaga tarde: “Mira Conchita, me estoy muriendo igual que Manolete”. Y no lo decía con congoja, espanto o disconformidad, incluso con la resignación de quien se halla en puertas de abandonar la vida, sino con un eco de orgullo, de contento, de satisfacción por encontrar la muerte de forma similar a como lo había hecho su ídolo no hacía ni tres semanas en Linares.

–Dios mío –debió pensar Conchita–, ¿es que estamos locos los toreros?

No. Ni Carnicerito ni Paquirri estaban locos. Su forma de afrontar la muerte no era una cuestión de locura, sino de haberse trasladado ambos a un reino metafísico, instalado más allá del espacio y del tiempo, donde cohabitan el mito y los prodigios; un mundo de magos, guerreros, caballeros andantes, soñadores, poetas, profetas, nigromantes, visionarios, aventureros, místicos, juglares… y toreros. Yo creo discernir que la frase de Carnicerito así como la entereza de Paquirri nos llegan de ese mundo, que en ellas se oculta la clave que nos abre las puertas de la niebla, el portón del misterio, para dejarnos en el patio de armas de una milicia curtida en un amor más fuerte que la muerte; en un amor capaz de incendiar todo lo que conmueve; en un amor que, desde hace milenios, ha llevado al hombre a jugarse la vida ante los toros, y que, en España, con el fluir de los siglos, ha sabido legarnos esa rosa de sangre, luto, belleza, honor y sacrificio, que llamamos Tauromaquia.

Situados ante esa última frontera, tanto Paquirri como Carnicerito, vierten el incienso de sus ideales sobre la muerte que inminente les espera. En su valentía, al afrontar el tremendo absurdo de la nada, tirita toda la cultura, todo el arte, toda la ética, toda la filosofía, todo el conocimiento, toda la antropología que late en el toreo. En ella se destila y se resume su radical esencia.

Es gente nacida para el luto, como el toro; gente asomada al cotidiano cáliz de la muerte, apurado en fuego de cornada como un licor espeso y fuerte que se desgrana de las femorales. Pasen y vean: Paquirri, Carnicerito, El Yiyo, José Mata; El Espartero, Granero, Joselito; Falcón, Iván Fandiño, Víctor Barrio; Manolo El Litri, Sánchez Mejías, El Pana; Pascual Márquez, Curro Guillén, Pepe Illo; Pepete, Bocanegra, Manolete; Curro Puya, los Llusío, Varelito… y tropecientos más, fatigados de hollar sobre la arena para encontrarse con el fatal derrote que convirtiera su andadura en destino. Una Iliada y una Odisea de héroes elevan sobre sus hombros el toreo. Hay mucha sangre y mucha gloria sembrada en sus caminos para que dejemos de aplicarle aquellos versos de Miguel Hernández: “que aquí estoy yo para amarte/ y estoy para defenderte”. Es nuestra obligación de aficionados. Y eso, entre otras cosas, implica honrar a sus muertos –nuestros muertos– y regar su memoria para que siga viva y hasta nos sirva de pretexto –como hoy la de Paquirri– para escudriñar dentro de sus entrañas.

Ese amor más fuerte que la muerte aún continúa hoy vistiéndose de luces, y eso implica rozarse a diario con la Dama de Negro –el torero sigue siendo un Don Juan de la muerte–, lo cual sitúa a la fiesta de los toros en los antípodas de esta sociedad que, no sólo oculta la muerte, sino que la proscribe, la disimula, la camufla, pese a su inevitable presencia y a ser el único fielato que, con certeza, todos hemos de cruzar. Por eso, en este cesarismo político-mediático, en esta sociedad de la hipocresía y el fingimiento, donde la ignorancia se enaltece, donde lo virtual suplanta a lo real y se tiene más compasión por los animales que por las personas, donde la mayoría de las raíces culturales han sido cercenadas por la colonización globalizante y la irracionalidad proscribe la razón, la vigencia del toreo es un auténtico milagro; un milagro en peligro de extinción al que hay que salvar inexcusablemente. Los ejemplos de Paquirri y de Carnicerito, convergiendo en el nudo trágico de su fatal destino, contribuyen a llenarnos las alforjas de orgullo, de grandeza sin pedantería, de la clara conciencia de ser tal lo que somos, sin complejos, sin traumas y sin claudicaciones. Sólo nos queda superar la asignatura pendiente que el toreo arrastra desde su nacimiento: ir todos a una, unirnos y anteponer las necesidades de la Fiesta en sí a los intereses particulares de cada uno. ¿He dicho algo? Sin embargo, el camino de la salvación pasa inexcusablemente por ahí.

A ver si esto se nos mete en la cabeza de una vez, antes de que sea demasiado tarde. Paquirri, estoy seguro, nos lo agradecería.