Por Santi Ortiz
Cruzado el ecuador de los festejos de a pie en el San Isidro de Vistalegre, creo oportuno destacar sobre el telón de fondo de la feria, los nombres que, hasta ahora, han encandilado con luz propia dentro de un ciclo dominado por el trapío del toro cinqueño, la desigualdad de criterio en el palco de la presidencia –parecía que estábamos en Las Ventas–, la cruz siempre siniestra de la sangre derramada y la deplorable imagen de unos tendidos vacíos la inmensa mayoría de las tardes a causa, supongo, de los elevados precios de las localidades. En esto, Vistalegre y Las Ventas siguen sendas opuestas.
Respetando un estricto orden cronológico, el primer diestro al que nos corresponde destacar es Ginés Marín. Ya en Leganés había apuntado la actitud que ratificó en Vistalegre. Un torero de indudable buen corte, con unas formas en su manera de concebir el toreo altamente encomiables, no acababa de coger su sitio por una cierta “mandanga” que le impedía desarrollarse como torero en plena medida de sus posibilidades. Pues bien, por lo visto en Leganés y en Madrid, esa displicencia, esa falta de celo, han desaparecido. Ginés ha llenado de afición sus depósitos y se ha sacudido la desgana. Y lo demostró con toros que lo pusieron a prueba, como su segundo de El Pilar, con el que llegó hasta ponerse pesado, en un contexto donde más que defecto, dicho largometraje fue virtud, porque costaba esfuerzo prolongar la porfía ante un toro tan ingrato y dificultoso. Marín ha dado muestras de estar en un momento extraordinario para que siga toreando, porque puede dar muchas satisfacciones a la afición.
Con ciertas reticencias, apunto el nombre de Morante ente los destacados; porque lo fue, pero en los dos sentidos, pues si de notable cabe calificar su faena de muleta a su primer juampedro, también destacó por su no querer ni ver al sobrero de Daniel Ruiz. Toro “invisible”, pues ni lo vio él ni lo vio nadie, porque su trapacera y sucia forma de lidiar y las tres varas que le hizo tomar, dejaban pocas opciones para pasarlo de muleta, como evidenció saliendo ya provisto del estoque de muerte. Su arte perfumó la faena de su primero –sus verónicas han dejado de gustarme desde que se empeña en emular la tauromaquia de Bombita toreando con la mano de salida tan alta–, cuando conjugó lo suave y lo profundo, porque ahí puso alma. Sin embargo, cuando jugó a torear desmayado, lacio, aquello dejó de enamorar. Retrotraer el arte de la lidia a los albores del siglo XX, como a veces parece pretender el diestro de la Puebla, no sólo es un error, sino un anacronismo y una demostración de supina ignorancia sobre la innegable evolución experimentada por el toreo
Otro torero que atraviesa por un momento superlativo de plenitud, afición, maestría y entrega es El Juli. Después de ver el mejor Juli de mi vida ante el extraordinario toro de Garcigrande que le tocó en el festival de Las Ventas, me cautivó, me impresionó, me alborotó en Vistalegre con su segundo astado de Alcurrucén, un toro con sus complicaciones al que fue haciendo él de pitón a rabo. Con su primero, también había estado muy bien, pero con este “Amoroso” dio la talla de grandiosa figura del toreo; un toro al que poco a poco, a base de aguante, técnica y temple, fue metiendo en la canasta hasta apoderarse del instinto bovino y terminar haciendo con él lo que le vino en gana. Faena memorable, que el borrón de los aceros sólo pudo impedir que los trofeos subieran a su marcador, porque la magna obra que construyó y las ganas de volverlo a ver permanecen intactas.
No sería el único apartado donde el nombre de El Juli brillaría con cegadora luminosidad, también lo haría como ganadero de El Freixo, pues la novillada que echó el pasado lunes fue excepcional. Con ella, Tomás Rufo mostró sus credenciales de novillero cuajado, sobrio, clásico y templado, con valor de verdad y un muy buen concepto del toreo. Es una sólida esperanza que está pidiendo a gritos el salto al escalafón superior, pues no le va a venir grande el toro y tiene argumentos para codearse con cualquiera. También esa misma tarde destacó Manuel Perera. Este chaval está todavía verde, pero tiene unas ganas de ser torero que arrolla todo lo que se ponga por delante. Tiene hambre de comerse al mundo. No se puede estar más entregado, más dispuesto y más en novillero, intentándolo todo, tanto con el capote como con la muleta. Y con la espada, tirándose a matar o a morir, cosa que, consiguiendo lo primero, casi le cuesta lo segundo, al llevarse un cornadón de caballo que le echó las tripas fuera. Su faena y su estocada eran merecedoras de las dos orejas, pero al señor del palco no le pareció oportuno darle la segunda. En su insensibilidad, tal vez pensó que dándosela la regalaba.
Sobresalir ante una corrida tan mala como la de Fuente Ymbro merece un respeto. Y eso es lo que logró Daniel Luque, sin estridencias, pero con una evidente firmeza y determinación. Lleva ya algún tiempo reclamando ese sitio que en tiempos tuvo y se dejó arrebatar, y a fe de lo visto en Vistalegre lo puede conseguir. Fue el único de la terna que le plantó cara a la corrida y para él fueron las palmas y laureles. Si continúa con esa constancia, esa firmeza y no se permite caer en la vulgaridad, tenemos un torero para recuperar.
Finalmente, cerramos este cuadro de honor con el fuego arrollador de Andrés Roca Rey, el último triunfador por el momento de lo que va de feria y el único, al parecer, que lleva gente a los tendidos, pues la única vez que en el ciclo se ha registrado una buena entrada ha sido al conjuro de su nombre. Es verdad que también toreaba Pablo Aguado, pero éste ya lo hizo en el segundo festejo, arropado con Ponce y Morante, y no hubo ni la mitad del aforo permitido. Ahora, que Roca metiera la gente en la plaza no significa que estuvieran con él, porque la suya fue una tarde cuesta arriba que sólo con su capacidad, valor, poderío y temple, pudo sacar adelante. Se le midió una barbaridad, decirle ole costaba un mundo, por no hablar del palco, que le birló una oreja de peso en su primero, un manso escarbador, al que sometió con su toreo encajado, templadísimo, de mano baja, poniendo de manifiesto que el tremendo parón sufrido entre su lesión y la pandemia no le había restado un ápice de su vocación de figura grande del toreo. Y eso con el añadido de tener que superar también el dolor y la preocupación por la horripilante cogida sufrida por su banderillero y amigo Juan José Domínguez, pero la capacidad del peruano puede con todo. Mejor toro fue el garcigrande corrido en tercer lugar e impresionante su faena, que superó con creces en calidad –sí, en ca-li-dad– la fría valoración del público, que no tuvo más remedio que hocicar con las ceñidísimas y electrizantes bernadinas finales, cuando antes no había sabido apreciar –al menos, no lo manifestó– tandas ligadísimas de derechazos y naturales, con la mano bajísima y el temple por las nubes. La rotunda rúbrica de la estocada cubrió la plaza de pañuelos y, esta vez sí, las dos orejas fueron a sus manos. Roca estuvo apabullante. Viene a mandar y, si los toros lo respetan, mandará sin que nadie le haga sombra. Con el de Cuvillo, lo intentó, vio que no había nada que hacer e, inteligentemente, se fue a por la espada para poner fin al penúltimo capítulo de una tarde que abrocharía con su sangre un Pablo Aguado en tono gris, corneado en el muslo derecho al entrar a matar.
Para terminar, permítanme liberarme de algo que me escuece en las tripas. Si me callo, reviento. Un currutaco, que se ha encontrado aupado a tribunas mediáticas que le permiten exhibir su incultura taurina, pese a que debe de llevar en el periodismo taurómaco más o menos el tiempo que dura un resfriado, se atrevió a calificar, a través de Canal Toros y en el prólogo del mano a mano entre Roca Rey y Pablo Aguado, de “mulos de carga” a los toreros capaces de llevar el peso de la Fiesta. Lejos de esta “horterada”, lo suyo, al parecer, es el onanismo mental de llevarse hasta la madrugada debatiendo con otros colegas de su misma cuerda sobre la ontología metafísica de cómo asir el palillo de muleta; asunto trascendental e insoslayable para el recto devenir de la ortodoxia lidiadora. El muchacho parece estar ansioso por adquirir ese plus de sensibilidad que otorgan a sus creyentes los toreros de pitiminí, para poder ejercer con plena autoridad como santón acreditado entre la troupe de aficionados a la violeta en la que milita. Como de gustos nada hay escrito, allá cada cual con los suyos, y si se derrite viendo torear a algún “artista exquisito”, aunque esté pegando reolinas, pues me parece fenomenal. Cada uno es libre de tener sus propias perversiones. Lo inadmisible es que para defender sus gustos tenga que insultar a los que a lo largo de la historia del toreo han sido auténticos motores del cambio del arte de la lidia. Llamarle “mulo de carga” a Lagartijo y Frascuelo, a Guerrita, a Belmonte, a Joselito, a Arruza, a Litri y Aparicio, a El Juli y sobre todo a Manolete, que es quien metió el toreo por la senda de la regularidad, anima (iba a decir: a coger una boñiga de vaca, recién calentita, y estampársela en la cara, pero me contuve) a exigirle un mínimo de respeto hacia los que construyen con su profesión, dedicación y esfuerzo la auténtica cultura del toreo y se deje de desahogos más propios de finolis relamidos que de auténticos aficionados. En cualquier caso, la culpa no es de él, pobre ignorante de los que alardean de cogérsela con papel de fumar, sino de los responsables de los medios que le permiten expresar públicamente sus exabruptos y toda su batería de sandeces. La viña sin vallado de las redes sociales parece haberse infiltrado en los diarios y las televisiones. Así nos va