Artículo de opinión de Santi Ortiz
Lo tuvo todo y todo lo perdió. Se bebía la vida alegremente, a tragos largos, como el whisky Vat 69 que gustaba consumir mientras le daba al naipe jugando al golfo en aquellas timbas que se hicieron famosas. En la calle, era como un Juan Charrasqueado, bohemio, parrandero y jugador, que a las mujeres más bonitas se llevaba. En la plaza, olía a torero, enamoraba al público con su forma de hacer y decir el toreo, y se ganaba el admirado respeto de sus compañeros. A tal punto, que Fermín Espinosa, Armillita, llegó a decir de él que era el diestro que había visto más capacitado para ocupar el puesto vacante de sucesor de Joselito. ¡Casi nada!
Félix Rodríguez Ruiz nació en Santander el 23 de junio de 1905, donde su progenitor, empleado en los ferrocarriles del Norte, estaba destinado. Pocos meses de vida tenía el mocito cuando su padre fue trasladado a Madrid, donde vivió hasta los diez años, edad a la que se fue con toda la familia a Valencia, su tierra de adopción, en la que se afincó y a la que guardó cariño parigual a la de su nacimiento. Esta circunstancia ocasionó que, en su época de auge, santanderinos y valencianos pelearan por arrogarse el paisanaje del torero, que en muchos carteles se anunciaba de Valencia.
La primera vez que figuró su nombre en uno de ellos fue el 19 de febrero de 1922, en la plaza valenciana, para lidiar becerros de Antonio Fuentes, con Esparteret y Antonio Mesa. Fue la única vez que lo anunciaron como “Dinamita” –mote que le puso el infortunado Varelito, apreciando su viveza y el carácter explosivo y despierto que lucía en la calle y con las vacas–, aunque el remoquete le siguiera acompañando durante su carrera novilleril, como muestra la siguiente cuarteta aparecida en La Reclam Taurina en marzo de 1926:
Un novillero “marchoso”
que a Félix Rodríguez cita,
dice que es muy peligroso
torear con “dinamita”.
Volvemos a verlo anunciado en la misma plaza, el 28 de junio siguiente –hacía como mes y medio que el veragua “Pocapena” había matado a Granero–, para torear el festival organizado a fin de recaudar fondos destinados al panteón del pobre Manolo. Y con los cirios del luto aún humeantes, comenzaron a avivar la llama de una nueva ilusión torera una pareja de promesas de la tierra –Félix y Alpargaterito– que mantuvieron esperanzada a la alicaída afición valenciana en aquellos momentos de pesadumbre.
El año siguiente –día de San Juan– debuta Félix con caballos en el coso de la calle Xátiva ante una seria novillada del ganadero debutante Pedrajas, junto a Angelillo de Triana y Manolito El Litri. Y a pesar de la auténtica revolución que tenía formada en Valencia el onubense, Félix Rodríguez fue capaz de sumarse al triunfo. Dice La Reclam: “Nosotros dudábamos de que pudiese con aquellos novillos de 250 a 290 kilos (en canal), pero el niño nos demostró que puede con todo lo que salga por los chiqueros. Con el capote, demostró la cantidad enorme de esencia pura que tiene, y con la muleta se arrimó y se estiró con gracia y arte. Matando a su primero le entró muy derecho, sin preocuparse de la salida, por lo que salió cogido por la ingle, no sin antes haber dejado media atravesadilla, y descabelló al primer intento. Le ovacionaron y dio la vuelta al ruedo. Dejó muy buena impresión.»
Era el pistoletazo de salida de una triunfal campaña novilleril que, desmarcándose de las prisas por tomar la alternativa tan de moda en la época, duró cuatro años. Entre las cimas sobresalientes, cabe destacar su paso por Madrid, donde a su orejeado debut –5 de abril de 1925– siguieron cuatro novilladas más, todas con éxito. De su presentación –novillos de López Quijano, para Andaluz, Torquito III y Félix Rodríguez– la prensa madrileña sacaba la conclusión de estar ante un torero muy valiente, alegre y vistoso, con grandes posibilidades de ganar dinero en su arriesgada profesión. Cosa que cumpliría con creces.
A la estela del éxito acude la envidia, y aunque Valencia lo idolatraba, también se incubaba en ella una enemiga de dientes largos y malas entrañas. Prueba de ello se tiene en lo ocurrido en los prolegómenos de su cuarta actuación en la capital de España. Momentos antes de torear, se recibió un telegrama, que afortunadamente el torero no abrió, en el que se le comunicaba el fallecimiento de su madre. Naturalmente, la gente de su entorno le ocultó la noticia hasta que terminara su actuación, en la que por cierto recibió un puntazo. Fue entonces cuando su apoderado pidió permiso a la presidencia para abandonar la plaza en atención a la infausta noticia recibida, sin que el torero lograra explicarse a qué venía todo aquello. Una vez en el hotel, con sumo tacto lo fueron preparando hasta hacerle partícipe de la mala nueva. Ya pueden imaginar el dolor que embargó al muchacho, el triste e insomne viaje hasta Valencia y el estupor y el ataque de rabia –tan sólo superado por la inmensa alegría– que le entró al llegar a casa y encontrarse a su madre tan viva como la dejó. Lo del telegrama había sido una falsedad, fruto ruin de la mente enfermiza del mal nacido que lo había cursado buscando descentrar al torero ante su compromiso madrileño.
También padeció el torero cierto enrarecimiento en el ambiente de sus relaciones con la prensa valenciana –en particular, con el diario El Mercantil– y un enfriamiento en sus relaciones con la empresa del coso, algo impensable unos meses antes, cuando, tras la serie de novilladas marceñas y exitosas de 1926 en la plaza valenciana que culminaron en la del 21 de marzo, aquella le ofreció la alternativa y cuatro corridas en la feria de San Jaime, cosa que el diestro en principio aceptó, declinando las ofertas que le habían llegado para tomarla en otras plazas. Pero los hilos de las negociaciones son sutiles y frágiles y algo debió de ocurrir –ya por entonces se estaba gestando el cambio de apoderamiento de Alvarito, el mentor que lo llevaba, por la figura de don Manuel Pineda, el que fuera apoderado de Joselito– que dio al traste con todo lo dicho y dejó a Félix fuera de las distintas novilladas que ese año siguieron celebrándose en el coso de la calle Xátiva.
Al final, fue la Monumental de Barcelona el marco elegido para el evento. La fecha: el 3 de abril de 1927. Los toros: de José Bueno, aunque en los carteles aparecieron anunciados como del marqués de Albaserrada, al que ya no pertenecían. De padrino, ofició Valencia II y completó la terna Rayito. Cuentan que al negociar el contrato, Balaña le propuso firmar esta corrida y dos más, arguyendo que si no estaba bien en la del doctorado, podría arreglarla en las otras. Sin embargo –por algo le llamaban “dinamita” y era rápido de pensamiento como un águila–, Félix le contestó: “Don Pedro, firmamos una y al acabar hablamos de las condiciones de las otras dos.”
Esa latente confianza en sí mismo, fue ratificada en la plaza y frente al toro, pues, aunque los astados que le correspondieron fueron mansos, el santanderino-valenciano dejó en el cónclave la sensación de ser un doctor que venía a honrar la cátedra trayendo toda la materia aprendida. Con “Giraldillo”, número 38 y negro de sotana, el astado de la ceremonia, brindado a su buen amigo el gran pintor valenciano Ruano Llopis, dio clamorosa vuelta al ruedo tras demostrar estar sobrado de valor, de inteligencia y ansioso de palmas; pero donde consiguió culminar su tarde fue ante el burel que cerraba plaza, el toro de más respeto del encierro, con dos pitones pavorosos y pletórico de fuerza mansurrona. Después de lucirse a la verónica, entusiasmó con uno de sus quites más característicos, compuesto por dos escalofriantes faroles de cien mil bujías y un tremebundo recorte con las dos rodillas en tierra dejándose los pitones en la espalda. Banderilleó Félix a petición del público, aunque el enemigo no estaba para florituras, y tras brindarle a aquel la faena, se fue de rodillas en busca del astado, y así inició una faena que el respetable coreó emocionado y rubricó el torero de pinchazo y un superior estoconazo hasta las cintas en lo alto del morrillo, recetado a un tiempo, que hizo desbordar el entusiasmo. Una oreja, dos vueltas y salida en hombros entre aclamaciones fue el broche epilogal de su primera corrida de matador de toros, que “Trincherilla”, el director de La Fiesta Brava rubricaba en su crónica de esta manera: “A Carlos Ruano Llopis, esclarecido taurinista, y aficionado entusiasta: Usted lo vio, y usted lo contará en Valencia. ¿Y a ese torero se le posterga en su tierra, y se le niega la sal y el agua? Pero poco vivirá quien no vea que Félix Rodríguez ha de triunfar en Valencia para sonrojo de los que hoy le menosprecian y remordimiento de los que pretenden sembrarle el camino de guijarros.”
No tardó mucho en cumplirse el vaticinio, pues el 15 de mayo, en la corrida de la Prensa valenciana, que Félix toreó con Simao da Veiga, Manolo Martínez y Francisco Tamarit Chaves, cuajó una tarde apoteósica en la que ganó la Medalla de Oro que el diario local La Voz ofrecía al triunfador del festejo. En realidad, fue la suya una temporada llena de triunfos, en la que se reveló como un excelentísimo torero de los de dominio; de los que se denominan “largos”, sin que ello fuera en demérito de su estilo, clase y valor. Su magnífica campaña sorprendió a todos por su contundencia y lo dejó colocado en esas alturas desde la que se vislumbraba la posibilidad de que cuajara en una figura histórica. Mientras tanto, dentro y fuera del ruedo, Félix siguió coleccionando hazañas y locuras.
Y llegó 1928 y con él la terrible enfermedad que al final le convertiría en un juguete roto; una enfermedad de transmisión sexual, capaz de causar la muerte si no se le trataba de manera adecuada en aquella época carente aún de penicilina: la sífilis. Dicen que el torero, con ese desparpajo suyo con que se echaba la vida a la espalda, no le concedió la importancia debida y no se cuidó como debiera. Tal vez fuera así, pero en su descargo hay que decir que la sífilis es una enfermedad-guadiana; esto es: que aparece y desaparece, para luego volver a surgir cuando ya parecía que estaba curada. Al principio, se manifiesta como una llaga rojiza en el lugar del contagio, que, con tratamiento o sin él, desaparece al mes y medio, para luego volver a manifestarse con la aparición de multitud de ronchas rosáceas por diversas partes del cuerpo, acompañadas de cefaleas, fiebre, dolor de articulaciones, etc., que también cesan, se trate la enfermedad o no, y puede estar años sin dar la cara hasta que llega a la tercera fase, que puede acabar con la muerte del enfermo.
¿Creyó Félix que había desaparecido y no se trató lo suficiente? No lo sabemos. Lo que sí se sabe es que la temporada de 1928 la pasó casi entera enfermo, lo que redujo sustancialmente el número de actuaciones. Sin embargo, bastó una racha de mejor salud durante el verano, para que volviera el público a disfrutar de sus triunfos incontestables firmando faenas cumbres como la de Santander, el 5 de agosto, al toro “Mexicano”, de Miura, al que cortó las orejas y el rabo. Hitos de este calado hicieron concebir esperanzas de que, si el torero recuperaba sus perdidas fuerzas, podía dar muchas sorpresas en 1929.
Y efectivamente, fuera porque tratase su enfermedad más adecuadamente o porque ésta se estancase en una de sus etapas de latencia, 1929 fue un año sorprendente no sólo por el ímpetu de su actuación cuantitativa, pues llegó a quedar tercero del escalafón con 65 corridas toreadas en España. Y eso sin pisar Madrid, pues anunciado para el 19 de marzo, con Valencia II y Cagancho, en Tetuán de las Victorias, fue vetado por la empresa madrileña para torear aquel año en el coso de la carretera de Aragón, al igual que sus compañeros de aquel día y Chicuelo, al que la empresa añadió al famoso veto. También fue una sorpresa el cambio operado en su tauromaquia. Anteriormente, su toreo quería ser luz; sin embargo, en la otra orilla de la enfermedad, las palomas de su arte comenzaron a volar como sombras heridas. Antes, su personalidad lo había definido como un torero largo, completo y dominador, más fino que valiente y más enciclopédico que estilista. Ahora, parece que su figura cuaja en diestro preciosista, corto y a veces trágico, como si los cristales de sus astros cegados descendieran al pozo de la sombra para mostrar en sus lances y pases los oscuros presentimientos que debían embargarlo. Su estilo pertenece a la mejor escuela… las veces que está bien; porque su temporada en el aspecto artístico fue muy irregular, con abundantes fracasos sonoros, muchas tardes de plomiza desgana y algunos triunfos brillantísimos. Con esto quiero hacer notar que aquella dimensión de torero dominador y completo parecía haber pasado a mejor vida.
Ese año 1929, incluso se atrevió a ir a México, donde, ventajosamente contratado, toreó hasta seis veces en El Toreo de la Condesa. Allí tuvo su día de triunfo grande, el 15 de diciembre, tarde en que le cortó el rabo al toro “Cafetero”, de Piedras Negras –al que cuajó por naturales–, y dio la alternativa a Jesús Solórzano; doctorado al que el mexicano renunció al año siguiente para venir a España a torear de novillero y volver a tomar la definitiva alternativa por septiembre en Sevilla, de manos de Marcial Lalanda.
El avance de la enfermedad supone su retroceso como torero, afectadas la coordinación muscular, los huesos y articulaciones. Las pocas temporadas que le quedaban fue un continuo rodar cuesta abajo viendo desmoronarse el gran cartel que había conseguido acrisolar. En 1930 se vistió de luces en 26 ocasiones, notándosele los estragos que iba causando en él la sífilis. En 1931, desilusionó a los aficionados, salvo en unos arranques suyos en Madrid y Santander; para colmo, el 16 de junio, en la confirmación de alternativa de Domingo Ortega, fue gravemente corneado en un muslo en la capital de España, percance que vino a disminuir más si cabe sus facultades físicas y arrestos.En 1932, entonó su canto del cisne. En el tramo de temporada que pudo torear, anduvo bien, aunque al decir del crítico “Don Quijote”, el público estuvo frío e injusto con él. Sin embargo, si no redondeó ningún éxito no fue por su culpa, sino por la mala fortuna que le depararon los sorteos; pero se le vio valiente, torero y en posesión de su precioso estilo. En Madrid hizo su último paseíllo el 12 de junio, con Marcial y Ortega, y además de estar bien toreando con el percal, valiente y adornado con la muleta y breve y decidido con la espada, los dos quites más geniales de esa tarde a él se debieron. Algún tiempo después, toreando en Perpiñán, sus articulaciones dijeron hasta aquí hemos llegado y ya no volvió a torear más. Contaba 27 años de edad.
Con alma de cigarra y no de hormiga, Félix comenzó a pagar las consecuencias de su imprevisión para administrar sus ingresos, pero ya era tarde para enmendar que en las francachelas y las mesas de juego hubiese ido dejando escapar su fortuna, sus joyas, la casa solariega que compró en Valencia y todo lo que había obtenido poniendo la vida al alcance de la muerte astada. Devoto del carpe diem, gustó de vivir el momento con toda intensidad y fue derrochando a destajo lo que luego vendría a hacerle tanta falta, cuando se vio en silla de ruedas, padeciendo la larga y penosísima enfermedad, sin otros cuidados que los solícitos y abnegados de su madre. No obstante, su padrino de confirmación, Antonio Márquez –que le organizó un festival de campanillas en 1941–, su ahijado artístico Victoriano de la Serna y Domingo Ortega, principalmente, contribuyeron a aliviarle la penuria económica de sus últimos meses.
Félix Rodríguez habitó en las más altas cimas del toreo, codeándose con los toreros más grandes de su tiempo, con los que rivalizaba. Tuvo elegancia, empaque, cabeza torera, valentía, arte, simpatía y un dominio completo de las suertes. Incluso hay quien llegó a decir que era un adelantado a su tiempo, pues toreaba con los talones asentados, cuando estaba de moda el “puntillismo”. Lástima que la maldita enfermedad se le cruzara en el camino en plena flor de juventud. Para que descansara de ella, enero se lo llevó con él en 1943, pero su recuerdo, sobre todo en Santander y Valencia, sigue viviendo entre nosotros.